Por: Esequiel Guerrero Marte
“…Les aseguro que si tienen fe tan pequeña
como un grano de mostaza, podrán decirle a esta montaña: “Trasládate de aquí
para allá”, y se trasladará. Para ustedes nada será imposible”. Mateo 17:20b.
(NVI).
Nueve de los discípulos de Jesús se vieron en
una gran encrucijada. Un padre muy angustiado le llevó a su hijo quien estaba
atormentado por un espíritu de epilepsia para que lo sanaran. Jesús no se
encontraba presente. Se encontraba en un monte alto junto a Pedro, Juan y
Jacobo, quienes disfrutaron de una experiencia divina e inolvidable, al ver a
su Señor transfigurarse en un ser glorioso y poderoso junto a Moisés y Elías.
La experiencia tuvo una culminación espectacular cuando escucharon las palabras
de Dios el Padre tronar desde una nube luminosa, afirmando que Jesús, su
Maestro, era su Hijo Amado en quien tiene gran complacencia (Mateo 17:5).
Estos discípulos como
representantes de Jesús debían hacer el trabajo de forma urgente. El espíritu
maligno trataba de matar al muchacho que, al tomar posesión de él, lo lanzaba
en el agua para que se ahogase, incluso al fuego para que muriera quemado. Su vida
acarreaba peligro, por lo que debían proceder inmediatamente. Ni cortos ni
perezosos comenzaron el trabajo. Lucharon con el espíritu maligno y le
ordenaban que saliera del joven. La Biblia no especifica el tiempo que duraron
tratando de sanarlo pero creo, sin lugar a dudas, que tomaron un buen tiempo.
El comentario Bosquejo Expositivo de la Biblia escrito por Warren W. Wiersbe, dice que los líderes religiosos estaban
divirtiéndose de lo lindo discutiendo con los discípulos (v. 14) y tratando
de desacreditarlos ante la gente.
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¿A dónde se habrá metido Jesús? Quizás preguntó el angustiado
padre. Si él estuviera aquí, no duraría tanto tiempo.
Estos nueve discípulos se cansaron de luchar.
El espíritu inmundo pudo más que ellos. Siendo seguidores de Aquél que sanaba
las enfermedades, echaba fuera a los espíritus inmundos, abría los ojos a los
ciegos y resucitaba muertos, fracasaron al sanar a un joven y liberarlo de la
esclavitud en que estaba sumergido. Al llegar Jesús y junto a Él los que le
seguían, inmediatamente fue abordado por el padre del muchacho, solicitando la
ayuda del Señor y a la vez querellándose por la ineficacia de sus discípulos.
Jesús, que chisporroteaba poder aún, se acercó
al muchacho y con solo decirle al espíritu que saliera de él, al instante fue
liberado. Esto trajo gran preocupación entre los discípulos que quisieron
reprender al demonio y no pudieron, hasta el punto de preguntarle el por qué
fracasaron en el intento. El Maestro le respondió: “Por vuestra poca fe”. Ahí inmediatamente tomó la parábola en su
boca y prosiguió: “… porque si ustedes
tuvieran fe tan solo como un grano de mostaza… nada le sería imposible” (v.
20). Aquí viene la gran enseñanza no sólo para los discípulos, sino para
nosotros los discípulos del siglo XXI.
Una de las semillas más pequeñas en su especie
es la de mostaza. Era usada por los griegos y los romanos como condimento, Pitágoras
la recomendaba como revitalizador de la memoria, otros como planta medicinal.
Nosotros hoy en día, la utilizamos como salsa en las comidas rápidas como
sándwiches y hot dog.
LA
COMPARACION DE JESUS
El Señor tomó una de las tantas variedades de
la planta de mostaza, para instruir a sus discípulos a que tengan fe. Existen
alrededor de cuarenta especies. La que tomó fue aquella semilla que podía germinar y
convertirse en un árbol fuerte y grande, capaz de albergar a las aves con sus
nidos y a los animales bajo su sombra. Éste era el ejemplo apropiado para
enseñarle a sus seguidores cuán significativo era tener una mínima pizca de fe.
Jesús conocía muy bien la actitud de sus
discípulos. Había una necesidad urgente de fe en ellos. Veían con sus ojos
todas las maravillas, milagros y prodigios que hacía, pero no habían podido
siquiera libertar a un muchacho de las garras del enemigo. La decepción era
grande entre ellos. La gente le pedía milagros como lo hacía Jesús pero por más
que lo intentaron, no pudieron hacerlo.
La falta de fe imposibilita las cosas. Lo
impide todo. El mismo Señor, en una ocasión, fue a Nazaret, el lugar donde se crió (Mateo
13:53-58). Su deseo era hacer lo mismo que hacía en los otros lugares de
Israel: sanar. Pero no pudo. La incredulidad se podía cortar en el aire. Nadie
creía en Él ¡Ni aún sus propios hermanos le creían! (Juan 7:5) Se fue del lugar
desilusionado, asombrado al ver a las gentes con un corazón tan duro como el
diamante e inflexible como el acero. Hoy la situación es igual, pues las gentes
no creen en las habilidades de aquellos que viven a su alrededor. Creen en los
de afuera, en los desconocidos.
Jesús sabía que los israelitas eran personas
de corazón duro para creer (Juan 10:37-38). Los mismos discípulos, aunque le
seguían y eran parte del trabajo que el Maestro hacía todos los días en las
calles de los pueblos que visitaba
¡tampoco creían en toda su totalidad! (Juan 11:14-15). Una y otra vez Jesús les
iba moldeando la actitud de cada uno de ellos y, aunque avanzaban poco a poco, sabía
que era necesario implantar en ellos esta manera diferente de actuar y pensar,
porque el momento se acercaba de dejarlos solos y sin esa herramienta
necesaria, jamás evolucionaría el evangelio de salvación.
Cristo le dijo
a sus discípulos que con sólo una pequeñita porción de fe, podían hacer
cosas asombrosas y maravillosas. La clave era creer. Creer tan sólo un poquito.
No era necesario ser como Abraham, ni como Elías, tampoco como Daniel, Mesac,
Sadrac y Abed-Nego. Sólo tener fe como un grano de mostaza.
Cuando los discípulos empezaron a creer,
pudieron experimentar el poder que el nombre de Jesús desencadenaba en ellos. Fue maravilloso y para
que aprendieran a utilizarlo, fueron enviados de dos en dos, setenta en total,
por las villas y aldeas a predicar el evangelio de salvación y a confirmarlo
con señales y prodigios, con sanidades y liberación de la esclavitud del
enemigo. Esto lo vivieron y se gozaron. Se maravillaron de que pudieron hacer
lo mismo que su Maestro. Fue extraordinariamente genial.
Como discípulos de estos días, también debemos
aprender a creer en Cristo Jesús. Nuestra limitancia es lo que impide que el
poder fluya en nosotros de adentro hacia afuera. El Espíritu Santo, que está
dentro de nosotros, nos da poder para libertar, para sanar, para hacer milagros
y prodigios si creemos que Jesucristo puede hacerlo en nosotros y a través de
nosotros. Basta con creer aunque sea un poquito.
Oramos de una manera pero no creemos. Nuestras
dudas se interponen a nuestras creencias, nos bloquean y terminamos la oración:
“pero que se haga tu voluntad”.
Queriendo decir: “Si no sucede lo que estamos pidiendo, es porque no es la
voluntad de Dios”. En la mayoría de los casos, cubrimos con estas palabras
nuestra propia falta de fe, porque en nuestro interior no existe la suficiente
certeza para que se produzca el milagro.
La voluntad de Dios es ver a los esclavizados
por el enemigo ser libres, Él quiere que los enfermos sean sanados, que los
sordos puedan escuchar, que los ciegos puedan ver, que nuestros problemas sean
resueltos. Dios quiere que hagamos lo mismo que hizo su Hijo cada vez que
andaba por las ciudades de Israel: predicaba el Evangelio y sanaba a los
enfermos. Pero Jesús no decía: “sánalo si
tú quieres”. ¡No! Él utilizaba su autoridad y reprendía las enfermedades y
a los espíritus inmundos. Cada vez que los demonios veían al Señor, se
preocupaban y gemían y suplicaban clemencia, porque se daban cuenta que en él
había poder y lo utilizaba de la forma correcta.
Eso era lo que el Maestro quería que sus
discípulos aprendieran. Les enseñaba a utilizar el poder que tenían dentro y
ese poder se iba a hacer visible si creían que lo poseían. Si tienen un poquito
de fe, al menos como una pequeñita semilla de mostaza, les dijo, ustedes harían
grandes cosas. Cuando dice que la montaña se quitaría y se lanzaría al mar,
significa que ningún problema, ningún obstáculo, nada le impediría seguir
adelante y obtener la victoria. ¡Nada les sería imposible!
El Bosquejo expositivo de la Biblia, enseña que los nueve discípulos que no subieron
al monte de la transfiguración, se habían desenfocado. Tal vez sentían celos de
los otros tres que fueron seleccionados por Jesús para que subieran con él al
monte y esto impidió que sanaran al muchacho. Sea este o no el caso, se vieron
imposibilitados para efectuar el milagro.
El
enemigo de las almas tiene como meta impedir que creamos en el poder que se nos
ha dado pues, sólo de esta manera, podrá lograr que nos mantengamos en miseria,
adoloridos, pensando que Dios no hace nada por nosotros, que estamos acabados,
que Dios no escucha nuestras plegarias, que siempre estamos en derrota, que no
podemos nunca ver nuestros sueños hacerse realidad. Mientras que Dios ya nos ha
dicho que somos sanos, que estamos en victoria, que nuestras vidas está
escondida bajo la sombra de sus alas, que todo lo podemos en su Hijo, que
estamos fortalecidos, que nada puede detenernos, ¡Que somos más que vencedores!
(Filipenses 4:13).
Nuestra
fe es lo que mueve a Dios a obrar. Sin fe, no podemos siquiera agradarle a Él
(Hebreos 11:6). Jesús, cada vez que iba a sanar a alguien, le preguntaba al
enfermo: ¿Qué quieres que te haga? Nosotros a lo mejor responderíamos: ¿Pero es
que no ves? ¿No ves que estoy ciego, o tengo fiebre o me duele la cabeza? ¡Tú
sabes qué es lo que quiero, porque de lo contrario no estaría aquí! Sin
embargo, Jesús medía la fe de ellos al hacerle esta pregunta. Por tal razón,
les dice que se haga lo que ellos piden, de acuerdo a su fe. Si no tenían fe,
¡el milagro no iba a suceder!
Pidámosle
al Señor que nos de fe si nos hace falta. No es necesario el 100%, ni el 50%.
Es sólo un poquito de fe, como un granito de mostaza. Muchos tenemos fe para
ser sanados de un dolor de cabeza, pero no la tenemos para ser sanados de un
cáncer o de sida. Pero si utilizamos esa pequeña dosis de fe que utilizamos
para aquellas cosas pequeñas, esa, esa misma fe puede hacer que se muevan grandes
montañas que impiden que vivamos de forma diferente.
Nuestro
Dios es poderoso, para efectuar en nosotros el milagro que anhelamos. Tan sólo
debemos tener un poquito de fe. ¡Dios nos ha dado ya el poder! Aprendamos a
utilizarlo. Si hemos entregado nuestras vidas al Señor y nos hemos dedicado a
vivir bajo sus preceptos, entonces debemos aprender a tener fe en su Palabra.
El
hombre de la historia al escuchar que Jesús le dijo si tenía fe para ver la
liberación de su hijo, le respondió: ¡Creo! ¡Ayuda mi poca fe! (Marcos 9:24.
NVI). Este hombre reconocía su debilidad y le rogó al Señor que lo ayudara. Esa
misma actitud debe reinar en nosotros. Si hay duda en nuestro corazón,
pidámosle a Dios que nos ayude y aumente nuestra fe. Los discípulos le pidieron
a Jesús que se la aumentara (Lucas 17:5) y Él en su bendita bondad les concedió
lo que pidieron, de tal forma que hasta la sombra de uno de ellos sanaba a los
enfermos y predicaban con denuedo su palabra con poderosas señales que les
seguían.
Basta tener
un poquito de fe, para que veamos los cielos abiertos y lluvias de bendiciones
caer sobre nuestra casa, sobre nuestros campos, sobre nuestros graneros, sobre
nuestra familia, sobre nuestra finanza, sobre todo lo que nos pertenece, porque
esto es el propósito de Dios para con todos nosotros. Sólo debemos tener un
poquito de fe.