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LO HERMOSO DE DISCULPARSE Y PEDIR PERDON

Por: Esequiel Guerrero Marte

Un día, sin pensarlo, estuve trabajando más de lo que había planeado en mi negocio. Estaba trabajando en la elaboración de una tesis de grado, de un cliente que terminaba su carrera universitaria. Tenía que hacer las investigaciones de lugar, digitar  y empastar los ejemplares. Muy  concentrado investigando en la Internet y en otras fuentes bibliográficas que tenía a la mano, quería terminar el trabajo lo más pronto posible. En realidad necesitaba descansar pues tenía casi tres semanas trabajando en esto y, como estaba en la última fase, deseaba ya finiquitarla ese mismo día. Si terminaba rápido, recibiría la paga rápido.



Mientras trabajaba, pensaba en disfrutar a mi esposa cuando llegara a la casa (A decir verdad, ella y yo vivimos una vida placentera. Disfrutamos de la intimidad), pero al estar tan concentrado en la investigación, me desconecté del tiempo y no me di cuenta  que pasaba ya la media noche. Salí de mi casa a las 8:30 de la mañana y faltaban veinte minutos para la 1:00 de la madrugada y sólo me di cuenta cuando me llamó Albania, mi esposa. Estaba que chispeaba. Sus palabras fueron firmes e hirieron mi ego.



-          ¿Te olvidaste que tienes mujer? ¿Cómo es posible que a estas altas horas de la noche, no te acuerdas que tienes una familia, que tienes una mujer y con un teléfono en tu escritorio no puedes al menos llamar para decir que te vas a quedar?



-          Pero Alba… es que… no sabía que era tan tarde… ¡Clic! ¡Aló! Alba ¿estás ahí?


¿Pueden creerlo? ¡Colgó! Esto me enfadó a tal grado, que me desconcentró del todo. ¿Cómo era posible? ¿Estoy trabajando hasta altas horas de la noche para llevar el dinero a la casa y ella me sale con esto? ¡No es justo! Quise seguir trabajando de rabia para llegar más tarde, pero en mi interior  sentía el deseo de parar. Tenía una lucha. Había  algo dentro de mi cabeza que no me dejaba tranquilo. Pensaba: “Ella sabe que estoy trabajando, que no estoy en otra parte, que me estoy matando por ella y mira cómo me trata. Cualquiera amanece aquí, me voy a quedar más tiempo trabajando”. Pero otro pensamiento me decía: “Para. Como quiera no vas a terminar hoy. Vete a tu casa”. Así que obedecí este último, cerré el negocio y me fui.


Eso no quiere decir que ya había olvidado lo que me hicieron. Mientras conducía a la casa, eran olas de pensamientos que se amontonaban en mi cabeza y cuando por fin llegué, ahí estaba la dueña de la casa esperándome. Pero no como me esperaba siempre.  Habitualmente, ella me espera con una ropa sexy, que me fascina, sentada en un mueble leyendo la Biblia o mirando televisión. Al ver que me acerco, me da una mirada que solo las mujeres enamoradas de su marido pueden hacerlo y se levanta con un tono femenino, que a cualquiera vuelve loco, me abre la puerta, levanta los brazos, se apoya en las puntas de los pies  para estar un poco más alta, me rodea el cuello, me abraza, me besa y me pregunta cómo me fue. Luego, coloca la cena previamente calentada en la mesa y se sienta conmigo a dialogar sobre lo que hice en el trabajo. Cuando termino de cenar, subimos a la habitación, oramos agarrados de la mano y nos acostamos.


En este caso, fui yo quien abrió la puerta, no me miró cuando llegué con ojos de enamorada, estaba vestida con una ropa, que el vestuario de una monja era más sexy que lo que ella tenía puesto. ¡Dios! Cuando abrí la puerta, no hubo beso, sino unas palabras frías como el hielo: “Ahí está la cena”. Y subió a la habitación. ¿Usted ha visto? ¡Me dejó solo! Ahí sentí cómo la furia se agolpaba dentro de mí. Creo que mis ojos se pusieron verdes y mi camisa se iba encogiendo más y más, me estaba transformando en Hulk y pensé: “no voy a cenar nada, me voy a quedar aquí abajo, mira cómo me recibe, yo aquí no soy nadie, pero qué falta de respeto. De maldad no voy a cenar”.


Pero de nuevo el otro pensamiento: “El que no va a cenar eres tú y tú tienes hambre. Además, tú fuiste quien falló. Ella sólo está preocupada por ti”. Reflexioné y dije: “Es cierto. Yo debí llamarla y sin embargo no lo hice”. Reconocí mi error. Como tenía mucha hambre, cené y luego decidí hacer las paces con mi esposa. También, pensé, tengo una meta y la voy a lograr esta noche en el nombre de los Tres Grandes. Así que subí y entré a la habitación.



Al entrar, lo primero que vi fue la posición de mi esposa. Con el rostro mirando a la pared, estaba acostada en silencio, con los ojos cerrados, pero más despierta que uno de los guardias que cuidan al presidente en el palacio nacional. ¡Tienen una inteligencia! Luego de orar, me dispuse a arreglar lo que había dañado. Me acosté mirando hacia el techo. En el lapso de dos o tres minutos, me volteé hacia ella y la abracé por la espalda, rodeándola por la cintura con mi brazo derecho y empecé a acariciarla. No me rechazó. Se quedó tranquila, como si no sintiera nada. ¡Un témpano de hielo!  Hablé y le dije:

-          Alba, quiero que me perdones por no haberte llamado…

-          ¡Es que ustedes son locos! ¡Mira la hora que es y ni siquiera llamas y uno preocupada aquí! Me da la cara para interrumpirme y luego la espalda cuando termina.

-          Sí, mi linda. Perdóname, fue que me concentré demasiado en la tesis, porque quería terminarla y…

-          ¡Pero debías haberme llamado, Esequiel Guerrero! ¿Tú te imaginas lo que me preocupé por ti? ¡Yo iba a llamar a la clínica y al hospital, a ver si te había pasado algo! ¡Ustedes no saben todo lo que uno piensa aquí, mientras ustedes haciendo lo que le dé la gana por ahí! ¡Ustedes no piensan! Me da la cara para hablar y luego la espalda cuando termina. ¡Qué cosa! Lo que sí sé es, que cuando me llama por mi nombre y apellido, hay problemas.

-          Sí, pero ya te dije que me perdones. No volverá a suceder.

-          ¡Yo a las nueve de la noche te envié tres mensajes a tu celular y ni te dignaste en responderme! ¡Se ve lo mucho que estabas concentrado!

-          ¿Mensajes? Yo no recibí ningún mensaje.

-          Sí. ¡Yo no soy loca! ¡Revisa el celular! ¡Tres mensajes te envié y como no me contestaste, entonces te llamé!


Cuando iba a revisar el celular, con miedo de que hayan llegado los mensajes y no me hubiese dado cuenta, timbró el celular tres veces. Sé que el Espíritu Santo me estaba ayudando, al ver que lo que hice no fue de mala fe.  Con evidencias que justificaban mi inocencia, me volví hacia ella diciéndole:



-          ¿Ves? Ahora fue que llegaron tus mensajes.


Con el rostro todavía mirando a la pared, no dijo nada. Yo me acosté y seguí en lo mismo que antes, la abracé más fuerte y seguí acariciándola, tratando de derretir el hielo. ¡Y sí que lo hice! De  repente se volteó, me miró con ojos picarescos y me dijo:



-          Se te va a dar tu plan, solo porque te amo. ¡Que se sepa, sólo porque te amo!


Los dos irrumpimos en carcajadas. Si  nos escucharon los vecinos, estoy seguro que pensaron que estábamos locos. Nos abrazamos y nos dormimos. Bueno, después que se dio mi plan, naturalmente. La mañana siguiente transcurrió de lo más natural. Mi esposa despertó alegre y cantando como Lilly Goodman. Todo  se había olvidado. Desde ese día en adelante, siempre tuve presente llamar a mi esposa si iba a durar más tiempo de lo acostumbrado en el trabajo.


Es muy posible que ustedes al leer este relato, hayan reído de buena gana. Pero ¿Pueden imaginarse si en mi corazón se hubiera anidado el orgullo, el egocentrismo, el machismo que aflora en momentos como este? ¿Creen que hubiese terminado en un final feliz? Creo que en vez de ustedes reírse, se sentirían apenados por la tragedia.


Les dije que sentía en mi cabeza una guerra de opiniones. El primer pensamiento me decía que debía actuar como el hombre que era. El hombre sólo quiere que lo elogien, que lo enaltezcan, que lo reconozcan a pesar de sus malas acciones. Nuestra sociedad ha investido al hombre como aquel que puede hacer y deshacer en el hogar, llegar a las horas que quiera, enojarse cuando no le consientan sus caprichos y decir que se va de la casa, cuando descubren sus infidelidades. El hombre es aquel que está acostumbrado a no decir: “lo siento”, “perdóname”, “el error fue mío” “nunca más lo volveré a hacer”.  Es aquel que su hombría no le permite decirle a su compañera que la ama, porque esto le quita fuerzas. Es aquel que no puede nunca llorar ni hacer torcer su brazo, porque es el hombre de la casa, al que todo le hiede y nada le huele.


Todos aquellos hombres que se dejan guiar de este pensamiento, tienen un hogar destinado a la ruina, tienen una esposa que llora y se desvela del sufrimiento, que se siente todos los días amargada y su belleza va en detrimento. Estos hombres sólo piensan en sí mismos, sólo se aman ellos. Creen que con solo dar el sustento, están cumpliendo con las obligaciones del hogar y si se le exige más, dicen que es lo único  que pueden dar. No lo mismo si el papel está a favor de él. La mujer debe darle hasta lo que no tiene.


Este pensamiento negativo, viene de Satanás. Él no quiere que los hogares tengan felicidad, no quiere que los esposos convivan en armonía y paz. Él sabe que la familia es de gran importancia para Dios y por tal razón, la ataca hasta destruirla. Él sabe cómo Dios ve a la familia y cuál es su verdadero significado. Él más que nadie, vio cómo el gran Creador la fundó en el huerto de Edén y palpó cómo Adán se regocijó al ver a Eva. Él vio que se sintió feliz y lleno de vida, que no hubo más soledad en su alma, sino una compañía agradable y placentera. Él vio el amor esparcirse por los rosales, por las verdes campiñas, por los montes y collados, por todos los contornos del jardín. Él vio a Dios sonreír y bendecir a los que ya no eran dos personas, sino una sola carne. Adán emocionado exclamó:


“Esto es ahora hueso de mis  huesos y carne de mi carne… Por tanto, dejará el hombre a su padre y a su madre, y se unirá a su mujer, y serán una sola carne”.  Génesis 2:23-24 (Biblia Reina Valera 1960).


Me gusta cómo la Nueva Versión Internacional lo recita:

Ésta sí es hueso de mis huesos y carne de mi carne.  Por eso el hombre deja a su padre y a su madre, y se une a su mujer, y los dos se funden en un solo ser.

Adán se sintió completo. Ya podía disfrutar de una compañera perfecta, idónea, que pudieran relacionarse e interactuar el uno al otro y cuidarse el uno al otro. Podían mirarse a los ojos, agarrarse de las manos, abrazarse,  correr por el jardín y fusionarse en un lazo que los hace una sola carne.  ¡Esto es genial! Dios se sintió complacido por lo que había hecho. Ahí se formó la primera unión matrimonial. Dios les dijo que se multiplicaran, que llenaran la tierra de personas como ellos, que llenaran el mundo de amor, ternura, de entrega incondicional, de armonía y comprensión. ¡Que viva el amor! Dijo Dios.


 Esto le molestó a Satanás. Sus dientes crujieron de ira e ideó eliminar de la unión matrimonial y de la familia, lo que Dios implantó. Este enemigo de las almas carente de amor y buenos sentimientos, ha ideado múltiples planes para crear el caos y la confusión dentro del círculo familiar. El orgullo, es uno de ellos. Este malsano sentimiento causado por un poderoso demonio, es el que hace que el hombre se subleve contra su prójimo al creerse superior y atentar contra su Creador,  creyendo que tiene derechos. Se mofa de los demás y no le importa la condición del otro. ¡Sólo quiere que acaten lo que él diga y que reconozcan sus hazañas, aunque nadie esté de acuerdo!


Por eso es que, anidado en el hogar el orgullo, impide que haya una buena relación de pareja. En el hombre, que es donde más se anida este sentimiento, empieza diciendo que como hombre de la casa que es, puede  desarmarla con todo lo que esté dentro si le da la gana. Es el que puede meter la pata, pero nunca puede decir: ¡Upss!  Lo  siento mucho; es el que puede hablar todo lo que le venga a la mente sin pensar que las palabras que salgan de su boca sean hirientes y que quien las escucha, no es más que su compañera, su confidente, su consorte.


En el caso de la mujer, incursiona en el liberalismo femenino, para colocarse a la altura del hombre y estar actualizada. Si tú me la haces, yo tengo el mismo derecho para hacértela a ti. No puede callar, porque también tiene derechos a expresarse, ni puede perdonar, porque otra sí podría tolerar, pero ella es diferente, ella no puede. Es la que se le niega al esposo cuando éste la busca y dice que está enferma o se hace la que está durmiendo, es la que sermonea al esposo, no importando quién esté presente, tanto en la casa como en la calle y hace un escándalo por cualquier cosita.


Este comportamiento tanto del padre como de la madre,  es aprendido por los hijos, que al crecer e independizarse y conformar una nueva familia, se lo enseñarán a sus hijos, haciéndose una cadena interminable de individuos que vivirán fuera de las reglas establecidas por Dios y por consiguiente, todo se irá a la ruina. La sociedad, paulatinamente se va hundiendo en el pecado y ¿pueden creerlo? No saben que lo están haciendo mal, porque nacieron así, crecieron así y si no se busca una solución para resolver esta situación, que sólo la tiene Jesucristo, morirán de esta manera y se irán a la perdición eterna. Vivirán faltos de felicidad y al morir, tendrán una eternidad de sufrimiento y dolor.


El otro pensamiento, puedo estar lo suficientemente seguro como para decir que provino del Espíritu Santo. ¿Por qué? Porque Satanás nunca te inducirá a hacer lo correcto. Mucho menos a enmendar un error. Al contrario. Te inducirá a seguir errando y justificar tus acciones, hasta que todo esté perdido. Si quieres conocer cuál pensamiento proviene de Dios y cuál proviene de Satanás, sólo basta con confrontarlo con la Palabra. El Espíritu Santo siempre te guiará a cumplir los mandamientos de Dios y nunca te dejará con las dudas. Te convence, te penetra, te ministra y debes obedecer al instante, sintiendo luego, una sensación de bienestar. No así el pensamiento que proviene de Satanás. Cuando vas a hacer lo que te ordena, dudas y te detienes un instante, aunque luego lo hagas y te remuerda la conciencia.


  Este pensamiento positivo, me confrontó. No me hizo justificar el error que cometí, sino que me hizo ver que lo hice mal y si lo seguía haciendo mal, iba a terminar mal. La Palabra de Dios dice:



“…El  Espíritu de la verdad, él los guiará a toda la verdad…”. Juan 16.13. (NVI).


El Espíritu Santo nos hace razonar y nos corrige cuando hacemos las cosas que no son correctas. Este fue mi caso. Él vio que no iba por buen camino y por ende, le iba a dar cabida al enemigo para que entrara en mi casa y dañara la buena relación que tengo con mi esposa. Yo estaba ciego. No veía ningún error en mí. Mi esposa estaba loca, no me comprendía, decía yo. Hasta que el Espíritu Santo me dio a entender, que tenía toda la culpa. Me hizo humillar; doblegó mi espíritu.


Con todo eso, Dios simplemente quiere que todos nosotros vivamos en paz. El entorno familiar debe estar lleno de pasión y armonía, donde reine el respeto intrínseco, fervor, compasión, ternura y dedicación. Que no haya rencores, ni odio, ni egoísmo.  Dios quiere un hogar santo y lleno de su gloria. Que verdaderamente se pueda decir que en nuestra casa, mora Él.


No le hagamos caso a Satanás. El vivir malhumorados todo el tiempo, nos hace envejecer más rápido y ¿de qué vale vivir en una eterna guerra? Salimos de la casa de nuestros padres, para vivir mejor, no para vivir peor. Aprendamos a resolver aquellos momentos en que no nos comprendemos. Ellos vendrán y entrarán a nuestra casa. Pero debemos decirles que ya no son bienvenidos. No les demos cabida. No dejemos que se aniden en nuestros corazones, porque luego serán difíciles hacerlos salir. Es más fácil derribar un árbol, que un bosque. “No se oculte el sol sobre vuestro enojo”. Dice el Señor.


Aprendamos a dialogar, a razonar. Se darán cuenta de lo hermoso que será ver a su compañero, a su compañera reaccionar, cuando diga: “Mi amor, lo siento. Cometí un error que nunca más lo volveré a hacer ¿Sabes por qué? Porque te amo con todas las fuerzas de mi corazón”. Dígaselo y estoy seguro, que dormirán felices y satisfechos. Se los aseguro.

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